El despertador
sonó. Maravilloso. Un nuevo día de mierda comenzaba. El verano todavía se
notaba con sólo abrir la ventana. Los peores meses del año se estaban
extendiendo demasiado. El aire cálido se colaba en mi habitación, sacudiéndome
los cabellos oscuros. La gente se seguiría extrañando al ver mis camisetas de
manga larga y mis sudaderas. Estaba acostumbrada, como también lo estaba a
poner excusas y disculpas que no convencían a nadie. Lo que pensaban de mí
había pasado a un segundo plano hacía mucho tiempo.
Siguiendo una
asquerosa rutina, me di una ducha. Apenas les dirigí una mirada de reojo a los
cortes y, todavía mojada, me puse la camiseta por encima, cubriéndolos. Me
peiné un poco la larga melena y bajé a desayunar. No saludé a nadie. La noche
anterior, había vuelto a discutir con mi familia. Me había pasado la noche
llorando y dejándome una cicatriz que siempre me recordaría el día anterior,
sólo por aliviar el dolor emocional unos minutos.
Tenía el
estómago revuelto pero me obligué a beber un vaso de leche, rezándole a un Dios
que no creía para que no vomitara delante de un elevado número de personas del
instituto: sería lo último que me haría falta. Cogí mi mochila y salí por la
puerta, sin olvidar antes el reproductor mp3 y los cascos.
Tampoco dije
adiós.
Sólo podía
pensar en que me faltaban dos años para cumplir los 18 y, si seguía viva (cosa
que a veces veía como un milagro), encontraría la manera de dejar esa casa y no
volver a pisarla. Realmente, evitaría cualquier lugar conocido, todos me traían
algún mal recuerdo a la memoria.
La música
sonaba alta a través de los auriculares. Vic Fuentes me contaba la historia de
alguien como yo, que quiere huir del lugar en el que se crió, sabiendo que la
consecuencia de esa “liberación” será la soledad.
A veces, me
gustaría no estar tan sola. Me gustaría sentirme querida por alguien. Pero,
también sé que amar es dolor. Ya guardaba sufrimiento de sobra, no necesita
querer a alguien y que ese sentimiento fuera, aparentemente, recíproco, para
que, esa persona me traicionara y me dejara destrozada. Ya me destrozaba yo
sola, no necesitaba la ayuda de nadie.
Con lástima, llegué
a la puerta del instituto. El patio estaba lleno de gente que me odiaba y a la
que yo no me molestaba en odiar también, tenía mejores cosas que hacer. El
odio era el único lazo emocional que me permitía tener hacia los demás.
Eso no
significaba que quisiese a algunas personas, pero no en el concepto
verdaderamente importante. En otras palabras, se podría traducir como que les
tenía cariño a algunas personas.
Una vez, había
tenido un perro. Me lo habían regalado cuando todavía era una niña que no sabía
lo dura que sería su vida. Era un cachorro peludo, de una raza que no sabría
identificar. Yo le daba de comer, lo bajaba de paseo y le daba cariño. El
perro, a cambio de estas necesidades básicas, me demostraba una fidelidad sin
igual, más que cualquier humano que jamás hubiera conocido. Esta teoría resume
mi idea sobre las relaciones con los demás seres vivos: sólo los animales te
devuelven el cariño sin traicionarte. Las personas no. Ellas, ignoran tus
sentimientos, te pisotean en cuanto tienen la ocasión, sólo te devuelven odio. Ese odio se va instalando
en tu interior y te vuelve idéntico a
los demás.
Salí de mis pensamientos para entrar en el
instituto. Llegué a mi clase y me senté.
A los cinco minutos de comenzar una clase aburrida a la que ni siquiera
prestaba atención, todo comenzó a girar a mi alrededor. Me sentía como si me
fuera a desmayar en cualquier momento. La atmósfera de ese lugar comenzó a
asfixiarme. Estaba convencida de que si no salía de allí moriría.
Recogí mis
cosas lo más rápido que pude (a día de hoy, no sé como fue capaz de acordarme
de hacerlo), mascullé una disculpa hacia el profesor y abandoné el aula,
sintiendo las miradas de mis compañeros clavadas en mi espalda, analizando cada
uno de mis movimientos.
El pasillo se
movía a cada paso que daba. Iba a caerme allí mismo. Llegué al baño, me metí en
uno de los cubículos y cerré la puerta. Apoyé la espalda en la pared y metí la
cabeza entre los brazos. ¿Qué me estaba pasando?
Levanté la
tapa del retrete y arrojé lo que había ingerido esa mañana (no merecía llamarse
desayuno). Jadeé. Inexplicablemente, me sentía un poco mejor, aunque las cosas
seguían moviéndose.
Lentamente, el
mundo se detuvo a mi alrededor. No sé cuanto tiempo permanecí allí sentada, sin
hacer nada.
Una eternidad
después, me sentí con fuerzas suficientes para salir a fuera. Me lavé la cara
en el agua fría y valoré mis opciones. No podía volver a clase. Tampoco quería
volver a casa. Mi mejor opción era marcharme del instituto, dar una vuelta por
algún lado y volver a casa cuando fuera la hora de comer.
Recogí mis
cosas, me arreglé el pelo y la ropa y salí del lavabo. Crucé el pasillo. La
puerta principal estaba abierta. La atravesé y me detuve un rato a la salida, no sabía que hacer.
Aunque no tenía hambre, lo mejor sería ir a tomar algo. No me apetecía que me
diera un jamacuco en medio de la calle.
Vi un
supermercado y entré. Compré una lata de Coca Cola y una bolsa de patatas
fritas. En frente del súper había un pequeño parque en el que me senté. Lo
mejor que podía hacer era pasar allí la mañana y parte de la tarde.
No me apetecía volver a casa, para nada. Me inventaría alguna excusa, apagaría el móvil y ya
afrontaría las consecuencias cuando estas llegasen. En cuanto hube terminado lo
que consideré mi desayuno y mi comida, decidí ir a una biblioteca. Lo que más
me apetecía era conectarme a Internet y allí podría hacerlo sin ningún
problema.
Entré y saludé
con un movimiento de cabeza a la amargada bibliotecaria, una mujer cuarentona
que me miró como si le debiera mi vida, fui a la zona destinada a los
ordenadores. Nada más encenderse, abrí el navegador y accedí a mi cuenta de
Blogger.
Empecé a
redactar una larga entrada, hablando de mis sentimientos, imaginando como sería
mi vida con muchas conjunciones como si e y. Vacié mi alma en esa entrada, como
hacía casi a diario.
La leí durante
unos segundos, indecisa sobre si publicarla o no. Finalmente, deslicé el ratón
hasta el botón que me interesaba, “publicar”.
Me quedé un
rato más navegando por la red. No esperaba que nadie leyera la entrada hasta
horas más tardes, por eso me sorprendí cuando vi un comentario.
Hola, Samantha. Soy Evan.
Sé que no sabes quien soy yo y yo no sé
quién eres tú. No sé nada sobre ti y tú no sabes nada sobre mí, y tal vez sea
mejor así.
Me ha gustado bastante tu entrada. Has
encontrado las palabras perfectas para definir el sentimiento.
Bueno, sólo quería decir que me ha gustado,
pero me he enrollado un poco.
Buena suerte.
Alguien acabará amando todo lo que odias de
ti ahora mismo…Eso espero, si es que no estamos totalmente malditos.
Miré con
fijeza la pantalla durante cinco largos minutos. Al final, solté una
carcajada ahogada. “No, realmente nadie
amará todo lo que yo odio de mí”
¿Amar algo de
mí? ¿De verdad esa persona había leído
la entrada? En ella, me limitaba a decir las ganas que tenía de abandonar, de
dejarme ir a la deriva, hacia donde me llevara la corriente. Expresaba todo el
odio que sentía, en su mayoría, hacia mi persona. Con enfado, cerré la sesión y
apagué el ordenador.
Salí de la
biblioteca y deambulé durante el resto de la
mañana. Visité una tienda de discos sin compras nada (no llevaba dinero
suficiente para nada) y remoloneé hasta que llegó la hora de volver a casa.
El infierno se
volvería a reanudar con más fuerzas. Esa mañana, sólo había sentido los bordes
pero estaba a punto de entrar de lleno en su centro.
"Con enfado, cerré la sesión y apagué el ordenador." ¿Pero enfadada por qué?
ResponderEliminarSigue estando muy bien narrado, es fácil de leer y eso se agradece mucho. Me gusta como escribes, es poético...aunque el personaje de Sammy quizá es demasiado poético para mi gusto. Muy emocional. Muy triste. Sé que seguramente lo pasa fatal y tiene una vida horrible, pero es que se autocompadece continuamente y eso me resulta un poco cansino...
pero tu escritura es muy buena, eso sin duda :))
¡Un beso!