Mis padres
hicieron más barullo del aceptable. Suspiré.
Pertenecía
al modelo más estándar de familia
americana: padres trabajadores con suerte en la vida, dos hijas. Una de ellas,
era todo lo que cabía esperar de unos padres tan respetados en sus respectivos
campos laborales. La otra, podría considerarse la oveja descarriada de la
familia. No era difícil adivinar quien era yo.
Mi hermana era
más alta y delgada que yo, con un pelo envidiable y una sonrisa que derretía
corazones. Tenía 25 años, se podría calificar como pija y tenía suerte en todo
lo que hacía.
Yo, era el
polo opuesto.
Lisa (mi
hermana) se había independizado hacía un año y todo le iba genial. Venía a
casa dos veces al mes, nos contaba lo maravillosa que era su vida y se volvía a
marchar.
Yo… Mi máxima
expectativa era salir de esa casa para no volver. Sólo con alejarme estaría
mejor (no podía decir que sería feliz. Feliz es una palabra con demasiado
significado para usarla a la ligera, igual que amar).
Era la hija
díscola, la oveja descarriada, la rara, la extraña, la friki, la trastornada. La que siempre daba disgustos, la que no
valía para nada.
Hacía mucho
tiempo que esas palabras habían dejarme de dolerme. No era que no me dolieran
si no que se habían convertido en un dolor tan profundo y tan familiar que ya
formaba parte de mí.
Me gustaría
que nadie sintiera eso nunca.
Probablemente,
hay cientos de personas que son despreciables,
horribles. Pero no les desearía algo así.
Ese momento en
el que te das cuenta del asco que das, de cuánto de odias, es horrible. Todo se
desmorona a tu alrededor. Y, con el paso del tiempo, en vez de reconstruirse, se destruye más. Te vas
hundiendo en un pozo cada vez más profundo, de paredes resbaladizas y
traicioneras en las que subes un palmo hacia la luz y desciendes tres.
Odiaba mi
vida. Sí, sabía perfectamente que había personas que se podrían considerar en
una peor situación, pero no le veía sentido a torturarme por alguien a quien no
conocía y de quien no sabía nada. Si yo estaba mal, no había más vueltas que darle. Era egoísta pensar de esa manera pero, ¿acaso alguien se preocupaba por mí?
Muchas veces,
deseaba morirme. Esta clase de pensamientos que no le podía contar a nadie, me
destrozaban. Llevaban varios años
torturándome.
Me tapé la
cabeza con la manta justo cuando mi madre entró como una trompa en mi
habitación.
-¡Samantha!-aulló-Sé
que estás despierta, no intentes engañarme.
Me destapó.
-¿De verdad
hace falta que grites tanto? No estoy sorda. No me encuentro bien. Quiero
descansar-argumenté, antes de que pudiera decir nada.
-¡Nos han
llamado del instituto mientras estábamos fuera! ¿Te has ido de clase?-siguió
gritando, mientras mi padre entraba en la habitación.
Mierda. Esperaba que no se enteraran hasta un par de días después.
-Samantha,
queremos que nos digas donde has estado-su tono de voz era calmado pero sus
ojos no ocultaban su enfado.
-Ya os lo he
dicho, no me encontraba bien.
-¿Y eso es una
excusa para irte de clase? Además, no me lo creo. Ya nos estás mintiendo otra
vez.
Tuve ganas de
levantarme, mandarlos a la mierda e irme para no volver. Una verdadera pena que
no pudiera hacerlo.
-ME MAREÉ EN
CLASE, ME FUI AL BAÑO. COMO NO ME ENCONTRABA BIEN, ME VINE A CASA. ¿TAN DIFÍCIL
ES DE ENTENDER?-les grité.
-¿Y si te
hubiera pasado algo?
¿Acaso te
habría importado?, pienso.
-Eres una
estúpida, ¿tan difícil es llamar por teléfono? Inútil-masculla-No sé qué le
hemos hecho a Dios para merecer semejante castigo.
Me contuve
para no reírme en su cara.
Nos quedamos
en silencio unos minutos.
-¿Tienes algo
más que gritarme? Me apetecería dormir-fingí un bostezo.
-Estás
castigada-continuó, ignorando mi provocación-Danos el ordenador.
-¿Qué?-exclamé-¡No
podéis hacer eso!-yo misma había comprado ese portátil, utilizando mis ahorros.
Mi padre se
acercó y recogió el ordenador. Quería gritar de pura rabia. Salieron de mi
habitación dando un portazo.
Golpeé la almohada, apretando los dientes. Sin poder evitarlo, las lágrimas empiezan a resbalar de mis ojos, mojando la almohada y la sábana.
¿Por qué era
todo tan injusto? Quería irme de casa, volver en un par de horas. Sabía que si
lo hacía sería peor, así que me quedé en la cama, llorando durante largo rato.
Después,
sabiendo que no lo resistiría un segundo más, cogí la cuchilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario