domingo, 12 de enero de 2014

Capítulo 3 - Sammy.

Mis padres hicieron más barullo del aceptable. Suspiré.
Pertenecía al  modelo más estándar de familia americana: padres trabajadores con suerte en la vida, dos hijas. Una de ellas, era todo lo que cabía esperar de unos padres tan respetados en sus respectivos campos laborales. La otra, podría considerarse la oveja descarriada de la familia. No era difícil adivinar quien era yo.
Mi hermana era más alta y delgada que yo, con un pelo envidiable y una sonrisa que derretía corazones. Tenía 25 años, se podría calificar como pija y tenía suerte en todo lo que hacía.
Yo, era el polo opuesto.
Lisa (mi hermana) se había independizado hacía un año y todo le iba genial. Venía a casa dos veces al mes, nos contaba lo maravillosa que era su vida y se volvía a marchar.
Yo… Mi máxima expectativa era salir de esa casa para no volver. Sólo con alejarme estaría mejor (no podía decir que sería feliz. Feliz es una palabra con demasiado significado para usarla a la ligera, igual que amar).
Era la hija díscola, la oveja descarriada, la rara, la extraña, la friki, la trastornada. La que siempre daba disgustos, la que no valía para nada.
Hacía mucho tiempo que esas palabras habían dejarme de dolerme. No era que no me dolieran si no que se habían convertido en un dolor tan profundo y tan familiar que ya formaba parte de mí.
Me gustaría que nadie sintiera eso nunca.
Probablemente, hay cientos de personas que son despreciables,  horribles. Pero no les desearía algo así.
Ese momento en el que te das cuenta del asco que das, de cuánto de odias, es horrible. Todo se desmorona a tu alrededor. Y, con el paso del tiempo, en vez de  reconstruirse, se destruye más. Te vas hundiendo en un pozo cada vez más profundo, de paredes resbaladizas y traicioneras en las que subes un palmo hacia la luz y desciendes tres.
Odiaba mi vida. Sí, sabía perfectamente que había personas que se podrían considerar en una peor situación, pero no le veía sentido a torturarme por alguien a quien no conocía y de quien no sabía nada. Si yo estaba mal, no había más vueltas que darle. Era egoísta pensar de esa manera pero, ¿acaso alguien se preocupaba por mí?
Muchas veces, deseaba morirme. Esta clase de pensamientos que no le podía contar a nadie, me destrozaban.  Llevaban varios años torturándome. 
Me tapé la cabeza con la manta justo cuando mi madre entró como una trompa en mi habitación.
-¡Samantha!-aulló-Sé que estás despierta, no intentes engañarme.
Me destapó.
-¿De verdad hace falta que grites tanto? No estoy sorda. No me encuentro bien. Quiero descansar-argumenté, antes de que pudiera decir nada.
-¡Nos han llamado del instituto mientras estábamos fuera! ¿Te has ido de clase?-siguió gritando, mientras mi padre entraba en la habitación.
Mierda. Esperaba que no se enteraran hasta un par de días después.
-Samantha, queremos que nos digas donde has estado-su tono de voz era calmado pero sus ojos no ocultaban su enfado.
-Ya os lo he dicho, no me encontraba bien.
-¿Y eso es una excusa para irte de clase? Además, no me lo creo. Ya nos estás mintiendo otra vez.
Tuve ganas de levantarme, mandarlos a la mierda e irme para no volver. Una verdadera pena que no pudiera hacerlo.
-ME MAREÉ EN CLASE, ME FUI AL BAÑO. COMO NO ME ENCONTRABA BIEN, ME VINE A CASA. ¿TAN DIFÍCIL ES DE ENTENDER?-les grité.
-¿Y si te hubiera pasado algo?
¿Acaso te habría importado?, pienso.
-Eres una estúpida, ¿tan difícil es llamar por teléfono? Inútil-masculla-No sé qué le hemos hecho a Dios para merecer semejante castigo.
Me contuve para no reírme en su cara.
Nos quedamos en silencio unos minutos.
-¿Tienes algo más que gritarme? Me apetecería dormir-fingí un bostezo.
-Estás castigada-continuó, ignorando mi provocación-Danos el ordenador.
-¿Qué?-exclamé-¡No podéis hacer eso!-yo misma había comprado ese portátil, utilizando mis ahorros.
Mi padre se acercó y recogió el ordenador. Quería gritar de pura rabia. Salieron de mi habitación dando un portazo.
Golpeé la almohada, apretando los dientes. Sin poder evitarlo, las lágrimas empiezan a resbalar de mis ojos, mojando la almohada y la sábana.
¿Por qué era todo tan injusto? Quería irme de casa, volver en un par de horas. Sabía que si lo hacía sería peor, así que me quedé en la cama, llorando durante largo rato.

Después, sabiendo que no lo resistiría un segundo más, cogí la cuchilla. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario