El día después a la que yo había decidido llamar “la gran disputa”, tenía
menos ganas de las ya habituales de ir a clase. No podía marcharme de nuevo del instituto y
sabía que mis padres me obligarían a ir.
Sentía el cuerpo destrozado y me dolía la cabeza como si hubiera gente
martillando dentro.
Me tomé un par de pastillas que esperaba que aplacaran el dolor.
Tardarían en hacer efecto, pero eran mejor que nada.
Ni siquiera me despedí de mis padres. Estaba más que enfadada con ellos. Los odiaba. A través de
la ropa, sentía la nueva cicatriz
ardiente. No me hacía falta mirarla para saber que estaba roja y empezaba a
cicatrizar.
Algunas veces, me había planteado dejar de cortarme. Pero, al fin y al
cabo, nadie quiere dejarse las venas largas, a excepción de algún hippie o heavy.
Mi día transcurrió monótonamente:
ir a clase, aburrirme, odiar a todo el mundo, sentir que mi cabeza era una
bomba a punto de explotar, salir de clase, llegar a casa, tragar un par de
bocados de unos spaghettis que parecían de goma, irme a mi habitación y pensar.
¿En qué pensaba? No se podía llamar pensar a aquello que yo hacía. Me
dedicaba a encerrarme en mí misma, en un lugar oscuro del que no podía salir.
Estaba atrapada allí, para siempre.
No tenía muchas más cosas que hacer sin el ordenador. Era mi único
consuelo, además de la música. Me gustaba pensar que en algún lugar del país
(o, incluso, del mundo) había alguien que me comprendía. Eso no me hacía
sentirme menos sola: la soledad había pasado a formar parte de mí, como podrían
serlo mis ideales.
Cuanto te acostumbras, la soledad no es tan horrible. Te puedes
acostumbrar a muchas y, eso, lo sabía yo de buena mano.
Tal vez, lo único a lo que una persona no puede acostumbrarse es la
muerte.
Si creyera en la reencarnación, quizás pensara de una manera un tanto
diferente. Según ese pensamiento, me habría muerto y reencarnado infinitas
veces y, al morir, suponía que sentiría algo, un sentimiento de familiaridad.
Pero como nunca me había muerto, no podía afirmarlo.
“Sólo una vez más”, era lo único
que repetía en mi mente. (Total, es probable que no haya próxima vez, que me
muera antes)
Era una espiral de desesperación. Y,
poco a poco, un trozo de metal era lo único que te hacía aliviar el dolor. Un
puto trozo de metal que era más fuerte que tú. Que sí, que tú podías darle la
importancia que quisieras, que es muy fácil decirlo pero no lo sabes hasta que
lo sientes. Un día, simplemente, no puedes más y lo haces. Y te dices a ti
misma que no lo volverás a hacer, que está mal. Pero lo repites. Y vuelves a
decir que no. Y lo haces. Y, para cuando quieres darte cuenta, no puedes parar
y, lo que es peor, tampoco quieres hacerlo. Has perdido el control.
Siempre me pareció irónico que un
trozo de metal con el que aliviamos el dolor pudiera quitarnos la vida.
~
Y,¿cuántas veces al día has pensado
en suicidarte? Según mis cálculos, unas 86.400 veces. Estos cálculos no eran
exactos, porque había llegado a comprobar que podía pensarlo más de una vez por
segundo.
Pero nunca lo haces, nunca te
atreves. Y sólo consigues odiarte más por tu cobardía.
La mayoría eran cosas que solía sentir a menudo y que no podía guardarme
dentro por mucho más tiempo.
Y todo eran cuchillas, sangre y odio.
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