Esa sensación de bienestar,
de que no todo era tan horrible, se mantuvo unos cuántos días. Me gustaba
hablar con Michael. Además, mostraba interés por las cosas que yo le contaba y,
eso, era algo que no sucedía demasiado a menudo. Podíamos pasarnos horas al día
hablando, sobre clases, exámenes, músicas, libros, películas… También
debatíamos mucho. Sobre la vida, la muerte, el dolor, el placer, la tristeza,
la felicidad… La clase de temas sobre los que alguien de nuestra edad hablaría.
Casi me olvidé por
completo de las otras cosas que solía hacer aparte de hablar con Michael. Dejé
de escribir en el blog tan a menudo como antes y apenas me conectaba ya. Dejé
de leer y comentar en los blogs y sólo una persona se mostró preocupada.
Hola, Samantha. No sé por qué te estoy mandando esto pero me
gusta tu blog y no sé cómo estás y sólo espero que estés. Me gustaría que
volvieras a escribir aquí. Por favor.
No le contesté porque
Michael acababa de hablarme.
Unos diez días después Michael
dijo que quería conocerme. Sonreí, pero lo negué. No quería llegar a tanto con
él.
Me parecía buen chico y
era simpático e interesante pero no quería implicarlo tanto. Tampoco sabía
hasta qué punto quería implicarse él. Siempre me había fastidiado no saber qué
pensaban los demás. Nunca me creía lo que me decían (si era bueno, claro, no
sabía por qué, pero lo malo se me quedaba grabado a fuego).
En aquel momento, Michael
dejó el tema pero, dos días después, volvió a pedirme que nos viéramos. Tenía
mis recelos pero, tras mucho insistir, acepté a quedar con él aquel mismo
viernes en un parque poco transitado de las afueras.
Esa semana fue
exageradamente para mí. Estaba nerviosa aunque no sabría determinar por qué.
El viernes pensé en
saltarme las clases pero decidí no hacerlo, no quería volver a meterme en
problemas.
A última hora tenía
Literatura, clase que siempre se alargaba después de que tocara la sirena, por
lo que llegué a mi casa con el tiempo justo para comer, cambiarme y volver a
salir. Ya había avisado a mis padres de que había quedado aquella tarde, para
evitar que me pusieran impedimentos a la hora de salir pero no les había dicho
la verdad sobre con quien iba a quedar.
Estaba segura de que me lo prohibirían rotundamente.
Salí de casa un poco
desorientada. Aunque sabía donde habíamos quedado ya que había ido varias
veces, no era un lugar que acostumbrara frecuentar, por lo que tenía miedo de
extraviarme y llegar tarde. Finalmente, llegué sin problemas.
Me senté en un banco y
esperé. No me quité los cascos, Michael todavía no había llegado y no sabía
cuánto podría tardar. Yo siempre era muy puntual (tal vez demasiado) y estaba
acostumbrada a tener que esperar a todo el mundo cuando quedaba con ellos. El
tiempo se me pasó muy rápido y cuando me di cuenta ya habían pasado más de
veinte minutos desde que habíamos quedado. ¡Maldito Michael, sería impuntual!
Me conecté a Facebook pero no estaba.
Los minutos seguían
pasando y Michael no aparecía por ningún lado. Me levanté y di una vuelta por
el parque, que estaba bastante desierto. Suspiré. Me había dado plantón, seguro
que en esos momentos estaba en su casa riéndose de mí y de lo estúpida que era.
Aún así, no me fui. Esperé más de dos horas, mirando Facebook
intermitentemente.
Finalmente, admití que
Michael no iba a venir ni se iba a conectar y, sintiéndome bastante idiota, me
marché.
No paraba de pensar en
que otra vez se habían burlado de mí. En los últimos meses de mi vida, me había convertido en una roca humana.
Estaba allí pero era como si realmente no lo hiciera. No aportaba nada. Nada me
importaba. No dejaba que mis sentimientos salieran a la luz.
Aunque, había una cosa
con la que no había contado: las rocas también se rompen.
Algo tan ínfimo como una
gota de agua si cae durante mucho tiempo, la rompe. Primero es una brecha,
después, una grieta. Por último, te rompes en mil pedazos diferentes.
Y, sin pretenderlo, noté
como las cálidas lágrimas resbalaban por mis mejillas.
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